miércoles, 21 de septiembre de 2011

Primavera


Si bien hace días se viene sintiendo, al fin se hizo efectivo en el calendario la llegada de la nueva estación. La de las flores, la del amor, la mía. Incontables obras hablan de ella y de más está que yo también lo haga. Así que me voy a limitar a dejarles unas piezas musicales y un texto corto, que logran abarcar una incontable cantidad de sentimientos y sensaciones de una manera increíble.

La primera selección, si bien va a parecer obvia y trillada, es la siempre hermosa y eterna "Primavera" de "Las cuatro estaciones" de Antonio Vivaldi.





Luego, la quizás no tan conocida , "Canción de Primavera" de Felix Mendelssohn.





Y, extraído de "Fantasia", "El vals de las flores" perteneciente a "El cascanueces" de Piotr Ilich Chaikovski





Por último, un extracto de "La madre" de Edmundo de Amicis.

"Cuando el invierno va muriendo lentamente en brazos de la primavera las tardecillas de aquellos hermosos días serenos, tranquilos, perfumados, en los cuales se abren por vez primera de par en par las puertas de ventanas y balcones, y se tienden para que se oreen los trajes de verano, y se llevan a las azoteas los tiestos y macetas de plantas y flores; en aquellas veladas en que luce el firmamento límpido, sereno, tachonado de astros rutilantes, hasta las ciudades - que no todo ha de ser privilegio exclusivo de la eterna campiña de los poetas - ofrecen su aspecto gentil y lleno de encantos y poesía.
Discurriendo por las calles, acaricia de cuando en cuando el rostro un soplo de brisa tibia y cargada de deliciosos olores, ¿de qué? ¿de qué flores? Perfumes varios, indeterminados, desconocidos, impregnados de frescor, de vida, de juventud. y aquel ambiente se respira con indecible voluptuosidad, abriendo la boca, dilatando el olfato, pues no parece sino que se refresquen la sangre y el alma.
- ¡Que ambiente mas agradable! - exclamamos con frecuencia, y casi involuntariamente; y sin darnos cuenta de ello, de una en otra esquina, de una calle en otra, nos encontramos fuera de la ciudad, y andando por las vías que rodean los muros; y penetramos en los jardines, y nos descubrimos la cabeza y la levantamos para que refresque nuestras sienes y agite nuestro cabello aquel aire grave y delicioso que nos enajena y embriaga.
En las tardecillas referidas es imposible permanecer en casa, y si no queda mas recurso que quedarse en ella, pasase el tiempo estando asomado a la ventana, contemplando la insólita concurrencia que llena la calle y maldiciendo del hado adverso que nos impide mezclarnos y confundirnos con aquellas gentes, acostarse con las gallinas, sin disfrutar, siquiera desde la ventana, de tales encantos y atractivos, valdría tanto como cometer horrendos pecados.
Las calles principales pulululan de gente. Las habitaciones quedan vacías. Hasta las familias más caseras se deciden a salir de la madriguera. Asómase el padre a la ventana, mira abajo, mira al cielo, y volviéndose a la familia que permanece a sus espaldas esperando una señal, exclama alegremente:
- ¡Magnífico tiempo! Salgamos.
Y después de mucho correr y de no poco vocear de aquí para allí, atravesando salas, entrando y saliendo de los gabinetes, palmoteando y revolviéndolo todo para dar con los vestidos y los sombreros en medio de la obscuridad, la chiquillería está dispuesta y la gente se pone en movimiento. Hasta la abuelita, pobre vieja que apenas puede con el peso de los años, se siente animada y como rejuvenecida, y dando al olvido por un momento sus males y achaques, sale también a la calle, apoyándose en el más juicioso y formal de los nietecillos.
Aléjase la comitiva calle abajo, formando parejas, y en tanto que los muchachos marchan delante saltando y en su camino, les siguen los viejos rengueando y tosiendo, atentos a librarse de los coches y a no perder de vista a los pequeñuelos.
Los recién casados y los que esperan casarse muy pronto, dan vueltas y más vueltas a lo largo de las calles menos concurridas, y de los senderos de los jardines, y tomados del brazo, estrechados el uno contra otro, tocándose las cabezas, cruzadas las manos, apretaditos, hablan y hablan, y se dirigen tiernas y amorosas miradas, y se estrechan las manos, exclamando a cada momento con los ojos vueltos al cielo:
- ¡Que hermosa está hoy la luna!
La modistilla regresa a su casa desde el taller, deslizándose ligera y pizpireta a lo largo de las paredes, fingiendo no haberse percatado poco ni mucho de un arrogante doncel que, pisándole los talones, marcha en su seguimiento, y que se le plantara delante al doblar una esquina que con la principal forma una callejuela obscura que es una bendición.
Las chicuelas menos acomodadas, que han estado trabajando en sus casas desde que ha amanecido Dios hasta que el sol se ha ocultado, bajan, saltando, las escaleras; encuentran junto al umbral de al puerta a las vecinas que estaban aguardando; se reunen formando un grupo interesante; charlotean animada y alegremente, y en tanto que dan vueltas en derredor del índice a la cinta de las tijeras, que pende de su cinturón, responden a los jóvenes que al pasar les echan una flor, con el corazón: "¡Saleroso!"; con la boca: "¡Descarado!"; al tiempo que les vuelven la espalda con ademán desdeñoso, pero no tan aprisa, sin embargo, que con el rabo del ojo no pueden registrarlos de pies a cabeza, y enterarse por ende de su los conocen o no y de si son o no buenos mozos y elegantes.
Otras alineadas y marchando a cuatro o cinco de fondo, tomadas del brazo, y sin nada en la cabeza, llegan hasta el extremo de la calle, haciéndose con los codos señales de inteligencia al pasar tal o cual conocido, o hablándose al oído y riendo a caracajadas, y volviéndose de cuando en cuando para reprender con expresión maternal a las mas pequeñas que juguetean a su derredor.
Entretanto, los obreros y aprendices han salido de las fabricas y talleres, con la gorrita ladeada sobre la oreja derecha, la chaqueta a la espalda, una colilla de cigarro, mordido y resobado entre los labios, y con aquel su andar desgarbado, y canturreando el aire o la canción en boga, encarándose con las muchachas, se acercan, les dan tal cual codazo, tal cual empujoncillo, y al volver ellas el rostro les lanzan encima una bocanada de humo, con lo cual se separan chillando, tosiendo, restregándose los ojos y poniéndoles como no se diga.
Los chicuelos, ayudándose con las uñas, desgarran y hacen trizas los anuncios teatrales; los más pequeños alborotan entregándose a sus juegos bulliciosos en mitad de la plazuela, y las madres, de pie y formando grupos en los umbrales de las puertas, no se resuelven, gracias a lo grato del ambiente y a la hermosura del cielo, a llamarlos al orden con la palabra sacramental de: "¡Ea, a dormir!"

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